11 de Enero de 2022 | por: Nicolás Fernández Gurruchaga | 1262 visitas
Sabemos bien que Chile es un país
tremendamente diverso, como no, si posee más de 4.300 km de extensión, territorio
que atraviesa por los más variados climas y geografías, país pluricultural
conformado por 10 pueblos originarios reconocidos por ley y migraciones desde
los inicios de nuestra historia nos conforman como país y paisaje.
Es cada vez más frecuente
escuchar (justificadamente) que Chile es singular y conocido en el extranjero
por su paisaje, geografía, naturaleza, su patrimonio natural, tanto así que en
la última década nuestro país ha sido galardonado con diversos premios
internacionales que lo destacan como destino natural, turismo aventura y medio
ambiente, pero ¿qué hay del resto de los componentes que conforman nuestro
entorno? O ¿sólo somos paisajes? Ineludible es recordar al antipoeta Nicanor
Parra cuando menciona en su poema “Chile” Creemos
ser país y la verdad es que somos apenas un paisaje.
Cementerio
en Chiloé y Volcán Corcovado. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant.
Refrendando lo anterior es que
nos preguntamos si es la manera correcta, o la única posible, para proteger y
poner en valor el paisaje en su estado prístino ¿qué ocurre en aquellos
territorios donde existen ecosistemas o cualidades geomorfológicas notables que
por cientos de años han tenido intervención humana? ¿dichas intervenciones o
actos humanos merecen ser preservados y puestos en valor? Estas, no
precisamente actividades modernas, extractivas o de gran escala, sino más bien
aquellas que constituyen un patrimonio cultural inmaterial o incluso arquitectónicas,
tradiciones populares que sólo existen por el contexto dónde se encuentran,
expresiones endémicas si se quiere, y son consecuencia de formas de habitar pertenecientes
a un sitio y actividades únicas de una porción geográfica.
Valle
del Río Lluta, Región de Arica y Parinacota. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant.
Esta idea de poner en valor el
territorio desde expresiones culturales tradicionales en ningún caso busca
enfrentar atributos o méritos naturales con expresiones humanas, tampoco
imponer importancia de una sobre la otra sino que del deber de entender ambas
dimensiones como complementarias y potenciadoras de sostenibilidad en el
tiempo.
En esa búsqueda de encontrar un
desarrollo sostenible que considere tanto nuestro territorio y las actividades
tradicionales que ahí se realizan o existen es cuando aparece el concepto de Paisaje
Cultural.
La UNESCO acuñó este término ya
hace varios años y se refiere a él como una simbiosis de la actividad humana y
el medio ambiente, identificando como bienes culturales el resultante de las
obras combinadas de la naturaleza y el hombre.
Quebrada de Camarones, Región de Arica y Parinacota, de
reciente reconocimiento por UNESCO como Sitio de Patrimonio Mundial por ser
territorio clave y asentamiento de la Cultura Chinchorro. Foto de Pablo
Valenzuela Vaillant.
Por esto es que se ha mencionado en Convenciones
de Patrimonio Mundial que la protección de los Paisajes Culturales puede
contribuir a planes de gestión para el uso sostenible de la tierra que puede,
incluso, mantener o mejorar los valores
naturales en el paisaje. La existencia permanente de formas tradicionales de
uso de la tierra o entorno da soporte a la diversidad biológica en muchas partes
del mundo: La protección de los Paisajes Culturales tradicionales puede ser, entonces,
parte de los procesos de preservación de
la diversidad biológica y potenciales detonadores de acciones de resguardo muy
potentes del patrimonio natural y cultural.
En la realidad nacional si enfrentamos la
protección con esta mirada, el abanico de sitios y territorios por proteger es
amplio y genera diversas oportunidades de gestión local que puede ser muy
beneficiosa para las comunidades y biodiversidad.
Iglesia San Javier, Isla Quinchao, Chiloé. Foto
de Pablo Valenzuela Vaillant.
Celebración de la fiesta de
Ayquina, Región de Antofagasta. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant.
En la actualidad, Chile no tiene legislación
que integre esta nomenclatura como concepto rector de resguardo, no se
considera el todo como un elemento sujeto a ser protegido, sino más bien, desde
el mundo medio ambiental y del mundo patrimonial, se singularizan los valores o
atributos de un lugar de manera singular o aditivamente, pero no como tipología
que entrecruce ambos ámbitos que garanticen luego su correcta aplicación de
normas y mínimos deseables.
Actualmente hay herramientas para
relevar y proteger un paisaje por su singularidad y riqueza geomorfológica o
diversa biológicamente por parte del Ministerio de Medio Ambiente y por otro,
lado lo propio por parte del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio
que identifica inmuebles, barrios, hitos
puntuales o monumentales, el elemento desde
el grano.
Este vacío conceptual es tan
evidente que hoy es común ver cómo estas categorías de protección se duplican e
incluso se han visto desvirtuadas con el fin de salvaguardar territorio y
tradiciones como un todo. Caso conocido es lo que ocurre en Rapa Nui que por
una parte es un Parque Nacional que protege la isla como porción geográfica, su
biodiversidad y geomorfología, además por otra parte la isla en su totalidad fue
declarada como Monumento Histórico, si, la misma categoría que se le aplica a
un inmueble patrimonial, pero de 164 km2. Siguiendo con este ejemplo otros
elementos que componen el total como son los sitios arqueológicos que tienen su
propia lógica, la cultura viva,
tradiciones, actividades ancestrales, lengua y cosmovisión quedan legislativa y
administrativamente en un segundo orden.
Ahu
Tongariki, Rapa Nui. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant
Otro ejemplo nacional que refuerza esta carencia es la dicotomía
que ocurre con el reconocimiento internacional de un patrimonio versus la
realidad interna. En el año 2014 UNESCO declara el Sistema Vial Andino Qhapaq
Ñan en la lista de sitios de patrimonio mundial, el trazado peatonal Inca que pasa
por Argentina,
Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú
fue catalogado como un paisaje cultural de valor universal y pese a que
se encuentra en nuestro país, adquiere este carácter pero hasta hoy es una
tipología internacional que no encuentra parangón en la legislación chilena,
por tanto existen iniciativas asociadas al cuidado del trazado y sus
construcciones asociadas, pero carece de iniciativas asociadas a la naturaleza
propia de donde este se emplaza.
Tambo
de Zapahuira, Comuna de Putre, Región de Arica y Parinacota, asentamiento de
orígenes incaicos asociados al Qhapaq Ñan. Foto de Pablo
Valenzuela Vaillant.
Es una realidad compleja, aplicable
a múltiples zonas de Chile integrada por componentes naturales y culturales, materiales
e inmateriales, cuya combinación configura el carácter que da identidad a un
territorio como tal e ilustra la evolución de la sociedad y los asentamientos
humanos que ahí han habitado en los años, bajo la influencia de las
restricciones y oportunidades presentadas por su ambiente natural y acciones
sociales.
En otras partes del mundo como
España, Italia o Perú esta visión está profundamente instalada y ha dado como
resultado la correcta convivencia con otras actividades de desarrollo como el
turismo y el deporte de manera respetuosa y sustentable, siendo en ocasiones,
ordenador e impulsador de estos.
Chile hoy tiene una gran oportunidad,
en tiempos de cambios y una creciente apropiación por nuestra naturaleza y tradiciones, pareciera ser un
momento propicio para incorporar esta mirada integral y coherente con los
desafíos que tiene nuestro país en estas materias y transitar así a convertirse
en un referente entre sus pares.
Cuevas
de Anzota, Arica. Sitio de importante valor arqueológico asociado a la Cultura
Chinchorro. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant.
Faro
San Isidro (MH), estrecho de Magallanes. Foto de Pablo Valenzuela Vaillant.
Bailes en fiesta de Ayquina. Foto de Pablo
Valenzuela Vaillant.