Viaje a la Isla de los Muertos

10 de Enero de 2022 | por: Pablo Pavez | 1192 visitas



“Caleta Tortel. 158 kilómetros”, leímos al costado del camino mientras hacíamos dedo con un amigo. Verlo nos desanimó, llevábamos horas subiendo y bajando de diferentes vehículos sin poder avanzar realmente. El día se acababa y con él nuestras esperanzas de llegar. En dos días volábamos de vuelta. Todo mal hasta que vimos esa camioneta roja acercarse. Nos lanzamos como siempre e inesperadamente paró. Iba un hombre manejando junto a la que parecía ser su hija. Nos preguntaron a dónde íbamos y resultó que nuestro destino era el mismo. Pusimos las mochilas atrás y nos subimos. Tuvimos suerte. 

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Caleta Tortel

No solo nos llevaron a Caleta Tortel, sino que el piloto, Alberto, era oriundo de la zona y nos dio una clase magistral de historia patagónica. Nos habló de erupciones volcánicas, de pueblos blancos y de sospechosos incendios repentinos. Nosotros escuchábamos atentos mientras el paisaje se tornaba alucinante; montañas verdes se asomaban escondiendo esteros que brillaban con la luz del sol. Ventisqueros caían vivos por las laderas y árboles nativos se afirmaban en la tierra vertical. Todo hermoso, pero lo mejor fue la conversación con Alberto, el coyhaiquino. 
Ahí fue que nos habló de una tal Isla de los Muertos: cientos de trabajadores, en 1906, habían ido a trabajar a una planicie en la desembocadura del río Baker, a más de quinientos kilómetros al sur de Chiloé. La historia no terminaba bien y nos sorprendimos por no conocerla.

Cuando llegamos a Tortel, le dimos las gracias a Alberto y a su hija por la buena onda. Él nos respondió con el cariño contenido que causan los buenos desconocidos. Nos mencionó a la pasada que ellos se iban al otro día, que si queríamos nos podían acarrear. Yo no dejé de pensar en la suerte que estábamos teniendo mientras mi amigo compartía los números de teléfono. 

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Caleta Tortel

Así caminamos por primera vez esas pasarelas interminables, llenas de recovecos y senderos diferentes. Caleta Tortel es todo turismo, y nosotros, exaustos, pudimos a esas horas conseguir una pieza para descansar. Al otro día nos despertamos a las 7, desayunamos y salimos. Íbamos de lado a lado del pueblo mientras, de repente, sonó el teléfono: “Hola ¿Cómo están? Nosotros en 20 minutos salimos a la Isla de los Muertos, ¿quieren ir?”. 

Navegar entre las islas de la Patagonia fue un regalo, las aves, los árboles, el mar mezclándose con los ríos, todo muy sobrecogedor. El guía nos contó que los obreros habían sido llevados ahí para explotar el Ciprés de las Guaitecas, un árbol con una madera única, que no se pudre con el agua y que gracias a esa característica se pudo colonizar esas tierras. Sin ir más lejos, las pasarelas de Caleta Tortel son de ciprés y casi todas sus casas y techos. 

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Pasarelas de Caleta Tortel.

Tocamos tierra y subimos por una escalera hacía la planicie donde estaba lo que veníamos a ver. Antes, el guía nos contaba la historia: “En años donde había poco control de las autoridades sobre la zona Austral, muchas empresas llegaron a explotarla. Una de ellas, la Compañía Explotadora del Baker, propiedad de Julio Vicuña Subercaseaux y liderada por Florencio Tornero, su gerente general. William Norris, por su parte, fue el administrador, quien reunió caballos, víveres, herramientas y todo lo necesario para instalarse”.

Era increíble pensar que los obreros fueran a ese lugar inhóspito donde estábamos, ¿en qué lugar exacto había sido?, no se podía saber, las inclemencias del tiempo habían borrado todo, o casi todo. 

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Casas en puerto de Bajo Pisagua, a orillas del río Baker. Memoria Chilena

En su mayoría eran chilotes y en menor medida puertomontinos. En total, cerca de 200 arrieros, carpinteros, hacheros y ganaderos. Originalmente iban a estar una temporada (6 meses), pero estuvieron más de 9 meses porque el barco que los llevaría de vuelta nunca llegó. “Imagínense estar aquí botados, sin comunicación y sin comida suficiente, pasando el invierno de la Patagonia”. 
Todo fue muy confuso, nos contaban que el barco originalmente debía llegar en mayo y que a mediados de junio los gerentes Tornero y Vicuña abandonaron el lugar en extrañas circunstancias. “Ellos ya sabía que no llegaría. Se fueron en un bote a remos, solos, hasta una parada de buques donde los llevaron. Mientras eso pasaba, en la faena el alimento se terminaba y ya se respiraba un aire enrarecido. Así fue como a principio de julio había un centenar de enfermos y falleció el primero”. 


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Obreros chilotees en ríio Baker, 1906.

Uno podría pensar que, entre los líderes de empresas de esos tiempos, los ingleses eran los más despiadados, pero, como cantó Violeta, fueron los mismos chilenos. Norris, el administrador inglés, fue el único que intentó salvar a los obreros, poniéndole el hombro a la crisis sanitaria que asomaba, quedándose en el lugar. La falta de proteína en la alimentación era la culpable y él se dio cuenta por los gusanos que salían de los muertos.

La desgracia que azotaba el campamento era escorbuto, o la enfermedad del navegante,
como el decían. Entonces armó cuadrillas para cazar huemules y repartió la escaza medicina que tenía entre los más graves. Muchos no se inyectaron la medicina por pura ignorancia, decían que lo que tenían eran brujerías. Fueron los primeros en morir.

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Caza de huemules. Memoria Chilena

Sus creencias no los habían salvado, sino que al revés. Pero dentro de la miseria que vivían, y como suele pasar en estos casos, afloró la humanidad. “Un grupo de carpinteros, desde un comienzo, se dio la tarea de confeccionar los ataúdes. Trabajaban día y noche, hasta concluir con una faena que no terminaría hasta el último día”. Pasó una brisa fría entre nosotros, nos inquietamos. Los obreros habían enterrado a sus compañeros dignamente, a pocos metros de donde estábamos.

“Enviaron a un emisario para alertar a las autoridades para que manden un buque. La persona consiguió llegar hasta Chiloé y avisar a familiares y autoridades, quienes extendieron la noticia al ministerio del interior a través de un telegrama”. 

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Telegrama del Gobernador Morales.

El relato del guía era ensombrecedor y estar ahí era como vivirlo. En eso nos señala que avancemos y nos hace mirar la vegetación reinante. Tardamos unos segundos en verlas: entre todos los helechos y árboles, se escondían docenas de cruces de madera, cruces de ciprés que habían sobrevivido todos estos años para que nosotros supiéramos lo que había pasado, para que esos obreros no se olvidaran.

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Cruces de ciprés en Isla de los Muertos.

La historia continuaba a boca del guía. En Puerto Montt la prensa ya hacía eco de la tragedia y la presión hizo pensar que llegaría una respuesta, y llegó. La carta del ministerio decía textual: “Su telegrama referente a los trabajadores de Baker es de carácter esencialmente privado, sobre cuyo contenido nada puede hacer el ministerio”. Sin ayuda de nadie, lo obreros tuvieron que esperar hasta fines de septiembre para salir de ese infierno.

Un vapor que recorría la ruta Punta Arenas-Puerto Montt pasó por una caleta cercana donde un grupo de trabajadores hacían guardia esperando avistar cualquier embarcación. Entonces al fin pudieron irse. Dos fallecieron en el viaje y se estima que 12 perecieron después en sus casas. En total, murieron entre 73 y 136 obreros.

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Vapor Araucanía en 1923.

“A esos los mataron, les envenenaron la harina”, de repente nos dice el piloto, que no había abierto la boca hasta ese momento. Luego me daría cuenta de que no era el único en creerlo. Reinaldo Sandoval, con casi 90 años, dio su testimonio en una entrevista en 1982: “¿Cómo murieron? Algunos dicen de hambre, otros de escorbuto, pero según lo que conversan los que quedaron vivos dicen que no, que era una mixtura que le hacían con la harina para que coman y mueran… Para quedarse Vicuña con el dinero, no ve que ahí está claro; muriendo no se les pagaba nada a esos muertos”.
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Periódico La Alianza Liberal. 

A estas alturas, los testimonios y razones de la tragedia pueden ser muchos, el caso es que nadie nunca se hizo cargo, no hubo indemnizaciones ni culpables. Sí un juicio, que se diluyó fríamente, como el agua de río Baker, con ataúdes corriendo por sus caudales. Lo seguro es que en noviembre de 1906 los diarios dejaron de publicar sobre el tema y el congreso hizo silencio. Creyeron que se olvidaría, al igual que otras injusticias que se han diluido con los años. 


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Vista del muelle Bajo Pisagua

Nosotros, a diferencia de muchos de esos obreros, sí pudimos irnos de esa isla, y nos fuimos silenciosos procesando lo que acabábamos de vivir, agradeciendo haber tenido la suerte de conocer a Alberto y pensando en cómo funciona el destino cuando uno es atraído por algo. 
Hoy, muchos de esos obreros que llegaron para explotar el valioso Ciprés de la Guaitecas viven aún en esa isla de la desembocadura del Baker. Nunca se fueron, están representados por un estremecedor cementerio que todavía se levanta entre vegetación salvaje, con cruces y ataúdes hechos de la indestructible madera que sus mismos compañeros cosecharon para darles una muerte digna, algo que sus empleadores no les pudieron dar en vida y que, como una forma de recordar y recordarlos, hoy se levanta como La Isla de los Muertos, Monumento Histórico de Chile. 

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Entrada a la Isla de los Muertos. Monumentos Nacionales




Ver citas
Mauricio Osorio Pefaur. (2015). La Tragedia Obrera de Bajo Pisagua. Río Baker, 1906. Coyhaique: Ñire Negro.





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